lunes, mayo 30, 2011

Lectura de Armando Vega Gil (narración)

Chicos: les dejo el ejericcio de lectura que hicimos en clase por si les sirve. Gracias.

“Los eXcusados secretos del metro” de Armando Vega Gil en: Para leer de boleto en el metro No 8

Hace poco, luego de años de haber sido inaugurado el Metro, encontré al fin un baño público en sus instalaciones, caso excepcional, en la parada de Chilpancingo. Y ahí llegué a una conclusión poética: “¿Existe algo peor que estarse meando en la estación Balderas en una hora pico? Sí, contenerse ahí las ganas de zurrar”.

Cuando alguien aguanta y se aguanta a hacer del cuerpo, le vienen unos dolores de parto (con la diferencia de que el producto no es un bebé sino una bola de excremento) que suben desde un punto harto frágil del pobrecito ano e invaden el vientre cual patada de judicial. Sientes las paredes del colon ensancharse hasta quedar como una membranita restirada, a punto del desgarre. Uno cae de rodillas, aprieta el esfínter y gime ¡ay ay ay! entre goterones de sudor frío. Y es que en nuestra moral cristiana es mal visto que uno ande cagado por la vida, más aún si cuelgas de un pasamanos del Metro. El dicho “es preferible perder un amigo que un intestino” debía privar por nuestro propio bien, pero la moral es la moral.

Así me ocurrió con dos compañeros de la escuela: el Caballo y Dominique. Yo estaba enamorado de ella, y, claro, Domi no me pelaba. Esa mañana quedamos de vernos en una biblioteca, cerca del Metro Allende, para hacer una tarea. Yo estaba nerviosísimo, por lo que me dio por desayunar como puerco, encima que la víspera había cenado pozole con harto cacahuazintle, eso sí, descabezado. La inseguridad hizo meterme todavía, entre libros y apuntes, dos bolsas de cacahuates japoneses sabor limón, un boing de a litro, una torta de tamal y un paquete de pasitas aflojatodo. Al rato me sentía recargadito, pero levantarme al baño le hubiera concedido unos segundos al Caballo para darme baje con la chata.

Al salir de la biblio ya me había arrepentido de no obrar, pero mejor era aguantarse. La cosa empeoró al bajar por las escaleras de la estación del subterráneo: tenía que caminar como pingüino, aflojando sólo ciertos músculos que atenuaran el dolor pero evitaran la salida del cake.

En el andén el primer gran cólico me dobló por el ombligo. Sudaba entre escalofríos, veía nublado.

“Dios mío, ¿qué te pasa?”, preguntó Dominique mientras me tomaba por los hombros. ¡Ah!, esa era su primer manifestación de cariño, pero ni modo que le dijera que me estaba haciendo de la caca. Domi pedía ayuda a gritos cuando, más fuerte, me vino la segunda contracción. Llegó un policía preguntando qué pasa, y yo sólo farfullaba: “Necesito un baño, ¡un baño por favor!”. El poli amenazó con llamar una ambulancia. “¡No, un baño!”, chillé..., y todo por no haber guáters públicos en el méndigo Metro. Sé que los chilangos somos bien marranos y dejaríamos los wc vueltos barquillos con todo y cereza, pero esto era de vida o muerte.

Entre mirones ya me sacaban a rastras el tira y el Caballo, y yo insistía ebrio de dolor: “¡Su baño!”. “Híjole, joven, es que sólo es pa’ empleados”.

Dominique suplicó al azul, ¡ándele, por favorcito!, y el Caballo le dio un billete azul al agente. “Me van a llamar la atención, pero órale”. Tras una puerta disimulada en un muro estaba el trono salvador, me dejaron solo y ahí hice la caca más deliciosa de mi vida. ¡Ah, liberar al Keiko! Y salí feliz, recuperado.

El poli entró a revisar si no me había inyectado heroína, pero sólo encontrose con el denso buqué del pozole.

El Caballo y Domi me fueron a dejar a mi casa, y me depositaron en mi camita donde perdí el conocimiento.

Al día siguiente mis compañeritos ya eran novios. ¡Chale!, y todo por no haber guáters
en el Metro.

Un consuelo me queda: cuando el Caballo y Dominique se pongan nostálgicos y acaramelados, sin duda dirán entre suspiros:

—Bebé, ¿te acuerdas del día que nos enamoramos?

—Sí, mi vida, fue cuando el güey aquel se estaba cagando.